martes, 29 de enero de 2008

Cuento ecologico




La Flor del Hielo



Existió hace mucho tiempo un pueblo que vivía muy al sur de nuestro país navegando entre la Isla Grande y los últimos islotes muy cerca del continente helado. De acuerdo a la estación del año se internaban tierra adentro por entre las tupidas selvas australes, deteniéndose en algunos claros para hacer sus rucas con ramas, cueros de guanacos y pieles de lobos marinos.


En cierta época extraían el jugo de un arbusto austral llamado calafate para teñir su piel y asimilarse más con el medio ambiente. Al final de la primavera bajaban a la costa construían embarcaciones con árboles ahuecados y se hacían a la mar para capturar peces y mamíferos que luego les servirían para alimentarse cuando en tierra estuviese todo congelado y animales y aves hubieren emigrado a lugares menos fríos y con más alimento. Cubrían sus embarcaciones con cueros y sus cuerpos los untaban con grasa para protegerse del frío. También curtían los cueros para distintos usos. Conocían el fuego , el cual usaban para calentarse, preparar alimentos, derretir grasa e impermeabilizar cueros e iluminar las obscuras noches del largo invierno austral. Cuidaban de apagarlo bien para evitar que alguna brasa escondida fuera a trasformarse con ayuda del viento en incendio. Gracias a su cuidado aún quedan selvas de ñires, coigues o cipreces. Cazaban lo aquello necesario para alimentarse o cubrir sus cuerpos, viviendo en completa armonía con la naturaleza.


Algunos extranjeros contaron que su raza se llamaba selknam, que en lengua ona significa hombres del sur. Aunque otros navegantes que pasaron cerca de las costas los denominaron fueguinos,patagones, y al lugar, Tierra del Fuego. Entre los niños selknam había uno al que llamaban Silvestrín debido a que le encantaba observar las flores del bosque.


Las flores son los ojos de los dioses -- comentaba a sus amigos.Y señalaba con su mano estirada las enredaderas que saltaban de rama en rama protegidas por las tepas, lengas y ñires que en esos tiempos colmaban las tierras australes.


Jamás cortaba una flor y trataba de impedir que otros lo hicieran.


Si arrancan las flores los dioses ya no pordrán vernos y no tendremos a nadie que nos cuide y nos proteja -- decía a quienes lo intentaban.


Con los animales, sin embargo, era distinto.-- ¡ Mira Silvestrín ! -- le advirtió un día un amigo -- ese huemul está dejando sin ojos a los dioses -- mostrando a un hermoso huemul del sur que mordía sin ningún respeto un gran ramillete de flores silvestres.


Mientras los demás niños reían, Silvestrín respondió:-- No importa, a ellos los dioses los ven con otros ojos que nosotros no somos capaces de ver -¿ También a los ñandú ? -- preguntó otro niño.-- Sí, a todos ---- El ñandú corre tan ligero que hasta a los dioses les costará verlo -- observó alguien riendo.-- Un día yo lo alcanzaré -- añadió otro-- Claro, cuando el ñandú vuele y tu tengas alas -- dijo otro.-- Y la lechuza deje de mirar ---- en sus ojos debe estar un dios bien mirón -


Y las risas llenaron la selva austral.


Pero un mal día los selknam se encontraron con cercos de alambre impidiendo el paso. Caminaban hacia el sur y aparecía una alambrada con púas, se desviaban al norte y había otra, igual al este. Sus desplazamientos se fueron limitando a bajar hacia el mar y a pasar de islote en islote sin disponer de los espacios que consideraban suyos desde siempre.Y Silvestrín perdió de vista muchas flores que sólo crecían en el interior de la Isla grande.Y ninguno de ellos pudo ver correr a los ñandúes, ni a los pumas, ni quiques, ni culpeos, ni a los huemules, ni huanacos.Tampoco los adultos pudieron cazarlos para aprovechar su carne, plumas, cuero o piel. Silvestrín se puso triste, dejó de corretear y de hacer bromas.

Y como todos estaban preocupados no hubo quien se diera cuenta de la tristeza del niño. Aparte de las alambradas la tierra se llenó de ovejas, animales que nadie conocía y que según supieron habían sido traídas desde muy lejos, de unas islas llamadas Folkland o Malvinas. Daban mucha lana y eran dóciles para su crianza. Así contaron algunos misioneros franciscanos que mantenían contacto con los nativos fueguinos.-- Y su carne es muy sabrosa -- dijeron.


Pero ni la lana, ni el cuero, ni la carne servían a los aborígenes a quienes los dueños de los rebaños que habían encerrado los bosques las estepas y todo ni siquiera permitían pasar por sus propiedades.-- Por aquí no hay flores, los dioses no nos ven -- repetía triste Silvestrín.-- Las flores no nos alimentan -- se quejó uno.-- Si, -- apoyó otro -- son lindas pero no alimentan --Pero el niño no se molestó en contestarles. Seguía muy preocupado por la ausencia de flores y lo que eso significaba para todos.Las alambradas avanzaron cada día más y ya costaba encontrar lugares donde hubiera paso libre.Los nativos fueguinos se vieron obligados a alejarse de la costa para seguir sobreviviendo de la pesca y la carne de algunas aves que lograban cazar con sus boleadoras. La población disminuyó. Silvestrín se volvió silencioso y dejó de jugar. Su mente estaba ocupada en recordar las más hermosas flores silvestres que conociera cuando la tierra era libre y podía andar por donde quisiera. Amanecía pensando en las flores, pasaba el día grabándolas en su memoria y se dormía con la imagen de sus formas y colores en su mente.


Cierto verano, los pocos que quedaban acordaron irse más al sur, hacia los hielos eternos, para evitar que los nuevos dueños de la tierra vinieran a cazarlos con sus armas de fuego y muerte. Desarmaron sus tiendas, subieron en sus canoas y remaron hacia el sur volviendo sus miradas tristes cada cierto trecho para llevarse aunque fuera en sus ojos los recuerdos de su vida. Silvestrín no dejó de mirar hasta que la tierra se empequeñeció demasiado y las olas la cubrieron por completo. Así llevó en sus ojos las flores silvestres que tanto amaba. Hasta hoy, cuando los selknam ya no existen, aparece en ciertas ocasiones en el interior de los témpanos que navegan hacia el norte una hermosa flor, que a veces es de un tipo y otras veces cambia, de acuerdo a los colores y las formas que Silvestrín se llevó a su jardín de invierno.


Es la flor del hielo.

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